Desde pequeña, sentí curiosidad por un mundo al cual no pertenecía. Le observaba de lejos, le soñaba, le añoraba, hasta que un día, alguien, por medio de la muerte, logró hacerme entrar. Odié aquel sacrificio por mucho tiempo, estaba obligada a hablarle al viento y de la nada, aquella mujer que le acompañó hasta la muerte, me tendió un objeto que luego se transformaría en lo más preciado que tengo en la vida:
Con el tiempo me dí cuenta que aquél objeto me podía transportar de aquí a allá, tras cortas conversaciones la verdad se situaba a mi frente. En el nuevo mundo al que me transfirieron, no existían los límites y eso indujo a que se me negara el reconocimiento entre fantasía y realidad, por lo que me enviaron de nuevo a casa por un tiempo hasta que las cosas volvieran a la normalidad.
La mayoría de mi infancia la viví sin preocupaciones, como todos los niños. Sólo me ocupaba de que mi conejo de peluche estuviese bien, pero un día, sin motivo alguno, con una agujeta de plástico le ahorqué. A los segundos me sentí la peor persona del mundo y me di cuenta de que había perdido su esencia. Ese fue el primer paso a un comportamiento esquizoide que en la adolescencia volvió a hacerse presente. Pedí clemencia ante la pérdida de un ser querido y ésta me fue dada con la condición de nunca volver al nuevo mundo. Pero aún así, alguien más pagó la fianza y -sin mi consentimiento- me lanzaron dentro. Esta vez, dejando mi cuerpo del otro lado.Publicado por Revelaciones de un añil opaco el domingo, 14 de abril de 2013 a las 2:39 a.m.